Por una semana, los pasillos, las aulas y los escenarios de Fundación Cultural Patagonia se llenaron de ritmos de acá y de más allá, con el 21° Festival de Percusión.
El final de cada canción, el punto final, es como el cierre de un cuento: a veces una sutileza suave que se apaga, a veces un estruendo que desacomoda. Ver en escena a todos los músicos, de acá y de allá, que se sumaron al Festival Internacional de Percusión, que lleva 21 años organizando Fundación Cultural Patagonia, de la mano de su alma mater, Ángel Frette, es entender cada parte de esa historia, cada sentido, cada clima que se crea en el escenario. Escucharlos, sobre todo, verlos sonreír, sacudir el cuerpo, y mover las piernas, los hombros, los brazos, las manos, es la mejor manera de entender que la música es un órgano vivo, que puede transformar todo lo que ocurre en esa enorme sala y más allá también. Y que ellos, allá arriba, saben muy bien qué quieren contar, cómo quieren contarlo, para que nosotros abajo, nos entreguemos a ese cuento musical.
El sábado 1° de julio, en Roca, terminó el 21° Festival Internacional de Percusión. Un encuentro que lleva más de dos décadas movilizando a percusionistas de todo el mundo a venir hasta aquí, un lugar que sí, como decía el Dr. Tilo Rajneri, sigue siendo el cul sac, pero que también es uno de los pocos de América latina que puede poner a disposición de todos esos invitados una variedad de instrumentos de primera categoría.
Ahí, en el escenario del Espacio Cultural, hay marimbas, vibráfonos, cajones, baterías, triángulos, tambores. Un planeta que quizás muchos del público conozcan a la perfección, pero que otros seguramente sólo disfruten sin saber qué hilos, qué silencios, qué notas, o qué sutilezas arman la melodía que todos disfrutan. Ese es el truco. Ese es el disfrute.
Para llegar a esa noche final, en la que el público llena y en la que los músicos se mueven, sonríen, ejecutan y disfrutan arriba del escenario, hubo mucha previa. Una previa que comenzó hace varios meses, con Angel Frette y Matías Laborde diseñando esos días febriles de percusión, intentando mixturar estilos, procedencias, instrumentos, para que el resultado sea tan diverso como sustancioso. Como dice Laborde: “La idea de Ángel (Frette) es que se diluya la barrera entre lo que es académico y popular, que haya una Kana Omori, la marimbista japonesa que es una percusionista académica, pero que también se oiga el candombe con electrónica de los uruguayos. Cuando uno estudia, esas cosas van por separado, y acá se puede ver todo junto”, se entusiasma..
Laborde no falta a la verdad. Aquí todo convive: la academia y lo popular. Mientras en un aula de FCP, durante esos días agitados que fueron del 25 al 2 de julio (porque el festival arrancó con una presentación en Bariloche y cerró en Allen, el domingo), Eric Alves da una Masterclass de lutheria, un piso más arriba, el grupo Caribe FCP, ensaya junto a Gabriel Gustavo Díaz y Nelson Vargas para el concierto de la tarde. En los pasillos, los sonidos conviven. La alegría de la música y de los cuerpos que se mueven, también.
Jorge Araujo, baterista durante nueve años de la banda de rock Divididos, fue parte de esta historia que se escribe desde hace 21 años sin que caiga el asombro, sin que se pierda el nivel, sin que corte el hilo de conexión con el público, aún cuando haya atravesado una pandemia que lo volvió virtual.
Araujo dio una clase de batería, por supuesto. Pero muestra de esa mixtura única que se logra en esos días y en esos pasillos, y en esa Babel de idiomas, no subió al escenario a dar un recital con su instrumento más famoso, sino que lo hizo con una guitarra y acompañado por Sebastián Mozoni en bajo y Lisandro Parada en marimba, vibráfono y campanas tubulares. El ámbito académico se movió al ritmo del rock, y viceversa, todo mixturado en el mismo escenario del auditorio Dr. Tilo Rajneri.
Los pasillos hablan de música, el bar es un punto de encuentro, las salas suenan a percusión, y otras, como aquella en la suele ensayar el Ballet FCP, están transformadas por estos días por y en el mundo del Festival. Hay timbales, hay vibráfonos, hay una marimba, hay todo lo necesario para que en el encuentro no falte nada.
Los músicos, desde los que por primera vez llegaron a este “cul de sac”, como los uruguayos, Nacho Delgado y Nacho Seijas, o los brasileños Eduardo Gianesella, Alisson Amador o el Grupo de Percusión Piap, se mezclan y se divierten con un ya veterano visitante de este encuentro y este lugar, el vibrafonista Ted Piltzeckert, que es la quinta vez que viene desde los Estados Unidos con sus sonidos de jazz, y que se mezcla en las masterclass, siempre sonriente. Por ahí también andan el músico argentino Mariano Gómez, el brasileño Aquim Sacramento, el luthier brasilero Eric Alves, el argentino Gabriel Gustavo Díaz, Nelson Vargas (Cuba), y todos los locales, Ángel Frette, Lisandro Parada, Jerónimo Molina, Fabián Poblete, Emiliano González, los integrantes de Orquesta Sinfónica FCP, dirigida por Fabrizio Danei, y muchos más.
La historia la van escribiendo todos ellos, con sus participaciones, con sus aportes, con sus músicas y sus sonidos. Pero sobre todo, ayudan a escribirla los alumnos que asisten a las masterclass, que preguntan, que viven en una semana una experiencia condensada que los obligaría a dar vueltas por el mundo para poder reunirla ante sí. Ahí, entre las salas, los ensayos, los conciertos de la tarde y de la noche, es posible pasar de Brasil a Japón, de los Estados Unidos a Uruguay, de los sonidos argentinos más académicos a los más populares, de los ritmos caribeños al tango, del jazz al rock.
El público también disfruta, quizás ajeno a las sutilezas teóricas, pero sin dudas embebido de tanto ritmo, de tanta música, de todo ese despliegue que se arma en el escenario y que hace que también abajo, embrujados por los ritmos, se muevan el cuerpo, los pies. Al menos hasta ese punto final, sutil o de estallido, que hace que el cuento, el del 21 Festival se termine, con la promesa de que en 2024 se agregue un capítulo más.